En la misma línea, a pesar de abarcar un período de tiempo
más corto (unos meses en lugar de veinte años), otro amigo, R., me habló de cierto
libro inencontrable que había estado intentando localizar sin éxito, husmeando
en librerías y catálogos en busca de una obra supuestamente excepcional que
tenía muchas ganas de leer, y cómo, una tarde paseaba por la ciudad, tomó un
atajo a través de la Grand Central Station, subió la escalera que lleva a
Vandelbilt Avenue, y descubrió una joven apoyada en la baranda de mármol con un
libro en la mano: el mismo libro que él había estado intentando localizar tan
desesperadamente.
Aunque no es alguien que normalmente hable con desconocidos,
R. estaba tan asombrado por la coincidencia que no se pudo callar.
-Lo crea o no –le dijo a la joven-, he buscado ese libro por
todas parte.
-Es estupendo –respondió la joven-. Acabo de terminar de
leerlo.
-¿Sabe dónde podría encontrar otro ejemplar? –preguntó R.-.
No puedo decirle cuánto significaría para mí.
-Éste es suyo –respondió la mujer.
-Pero es suyo –dijo R.
-Era mío –dijo la mujer-, pero ya lo he acabado. He venido
hoy aquí para dárselo.
Paul Auster
El cuaderno rojo