Erica Jong (sobre las cebollas)

Pienso otra vez en la cebolla, con sus dos bocas como oes, como hoyos abiertos en la nada. En la piel exterior, de un marrón sonrosado, que mondada descubre una esfera verdosa, calva como un planeta muerto, versátil como el vidrio, de olor casi animal.
Medito en su habilidad de escudriñarse, despellejándose a sí misma, capa tras, en busca de su corazón que es simplemente otra región de su piel, pero más profunda, más verde. Recuerdo a Peer Gynt: medito sobre su corazón a veces doble. Luego pienso en la desesperación, cuando la cebolla busca su alma y encuentra sólo sus diversas pieles; y pienso en el seco manojo de infructíferas raíces, y en el ombligo abrasado, desechado en el jardín.
No virtuosa como la papa proletaria, no una sirena como la manzana. No exhibicionista como el plátano. Sino una modesta, desdibujada verdura, inquisidora, introspectiva, pelándose hasta la desaparición, o simplemente generando halos como las ondas de un lago. La considero la eterna forastera, el segundón de la familia, la triste psicoanalizada del reino vegetal. Glorificada sólo en Francia (en otras partes, sólo silencioso pilar de sopas y guisados), nadie la ama por sí misma: ¿no es extraño que nos arranque lágrimas? Luego vuelvo a pensar cómo su piel exterior se parece al papel, cómo alma y piel son sólo una, cómo cada capa sustraída lleva un corazón que a su vez se hace piel.

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