Sa(n)ramago


La ambiciosa idea inicial era mostrar que la santidad, esa manifestación “teratológica” del espíritu humano capaz de subvertir nuestra permanente y por lo visto indestructible animalidad, perturba la naturaleza, la confunde, la desorienta. Pensaba entonces que aquel alucinado San Antonio que Hieronymus Bosch pintó en Las Tentaciones, por el hecho de ser santo, había obligado a levantarse de lo más profundo a todas las fuerzas de la naturaleza, las visibles y las sublimidades que produce, la lujuria, y las pesadillas, todos los deseos ocultos y todos los pecados manifiestos. Curiosamente, la tentativa de transportar asunto tan esquivo (…) no impidió que me hubiera visto a mí mismo en situación de alguna manera semejante al santo. Es decir, siendo yo un sujeto del mundo, también tendría que ser, al menor por simple “inherencia de cargo”, sede de todos los deseos y objeto de todas las tentaciones. De hecho, si ponemos a un niño cualquiera, y luego a cualquier adolescente, y luego a cualquier adulto, en el lugar de San Antonio, ¿en qué se expresarían las diferencias? Así como al santo lo asediaron los monstruos de la imaginación, al niño que yo fui lo persiguieron los más horrendos pavores de la noche, y las mujeres desnudas que lascivamente siguen bailando ante todos los Antonios del planeta no son diferentes de aquella prostituta gorda que, una noche, iba yo caminando hacia el cine Salón Lisboa, me preguntó con voz cansada e indiferente: “¿Quieres venir conmigo?”. Fue en la calle del Bom-Formoso, en la esquina de unas escalinatas que había allí, y yo debía tener alrededor de doce años. Y si es cierto que algunas de las fantasmagorías de El Bosco parecen suplantar de lejos las posibilidades de cualquier comparación entre el santo y el niño, será porque ya no nos acordamos o no queremos acordarnos de lo que entonces pasaba por nuestras cabezas. Aquel pez volador que en el cuadro de El Bosco lleva al santo varón por vientos y aires no se diferencia tanto de nuestro cuerpo volando, como voló el mío tantas veces en el espacio de los jardines que hay entre los edificios de la calle Carrilho Videira, ora rozando los limoneros y los nísperos, ora ganando altura con un simple movimiento de brazos y sobrevolando los tejados. Y no me puedo creer que San Antonio haya experimentado terrores como los míos, esa pesadilla recurrente en la que me veía encerrado en una habitación de forma triangular donde no había muebles, ni puertas, ni ventanas, y en un rincón “cualquier cosa” (lo digo así porque nunca conseguí saber de qué se trataba) que poco a poco iba aumentando de tamaño mientras sonaba una música, siempre la misma, y todo aquello crecía y crecía hasta arrinconarme en la última esquina, donde por fin despertaba, angustiado, sofocado, cubierto de sudor, en el tenebroso silencio de la noche. Nada muy importante, se podría decir.

En http://es.wahooart.com/Art.nsf/ArtworkZoom?Open&RA=8XY7YT, el cuadro completo, con lupa.

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